En el siglo XIX vivió una de las figuras más importantes de la psicología, el considerado fundador de la psicología científica, William James (1842-1910).
Este científico norteamericano entendía las emociones de una manera muy peculiar, podríamos decir que revolucionaria y, en gran medida, contraria al sentido común: consideraba a las emociones como una percepción de los cambios que en el organismo produce un determinado estímulo.
Para James, los estímulos ambientales suponen directamente cambios en algunas vísceras (corazón, pulmones, etc.) que afectan a la mente y producen un sentimiento emocional. Esta teoría implica que cuando uno siente miedo y, por ejemplo, se le ponen los pelos de punta, es porque se ha producido algún suceso que ha provocado una serie de modificaciones en el organismo que se perciben como miedo, o lo que es igual, la emoción es la consecuencia y no la causa del cambio de actividad de las vísceras. Esto es exactamente lo contrario de lo que nos dice nuestro sentido común: un perro me amenaza, tengo miedo y, consecuentemente, se produce la respuesta del organismo. James escribía:
“Para mí es imposible pensar qué tipo de emoción de miedo quedaría si no estuvieran presentes la sensación de latidos acelerados o de respiración entrecortada, ni la sensación de labios temblorosos o de piernas debilitadas, ni de carne de gallina o de retortijones de tripas. ¿Puede alguien imaginarse el estado de ira sin sentir que el pecho le estalla, la cara se ruboriza, los orificios nasales se dilatan, los dientes se aprietan, sin notar el impulso hacia la acción vigorosa? ¿Puede sentirse rabia en cambio con los músculos relajados, la respiración calmada y una cara plácida?”
La teoría parecía ser un tanto descabellada pero… casi al mismo tiempo, el médico danés Carl Lange (1834-1900) presentaba a la comunidad científica una hipótesis muy parecida. Tan semejante, que la forma que tenían ambos científicos de entender las emociones ha pasado a la historia de la ciencia como teoría de James-Lange.
El médico danés escribía en 1887: “Debemos todo el aspecto emocional de nuestra vida mental, nuestras alegrías y penas, nuestras horas felices e infelices, a nuestro sistema vasomotor. Si las impresiones que llegan a nuestros sentidos no poseyeran el poder de estimularlo, deambularíamos por la vida, sin empatía ni pasión, y todas las impresiones del mundo externo sólo podrían enriquecer nuestra experiencia, incrementar nuestro conocimiento, pero nada podría producirnos inquietud ni miedo”.
La teoría de James-Lange supone que la visión de un perro amenazador genera la siguiente secuencia de acontecimientos: el afectado piensa que “este perro parece que quiere morderme” y, a continuación, se producen unos cambios en ciertas vísceras (glándulas salivares, corazón, etc.) que provocan la disminución de la secreción de saliva, la aceleración del pulso, etc.; también en los músculos aumentará la actividad, ya que es probable que el amenazado salga corriendo o se enfrente al can. Pues bien, todos estos cambios fisiológicos producirán la sensación de emoción cuando el cerebro reciba información de los mismos. Es decir, “tenemos miedo porque corremos, pero no corremos porque tenemos miedo”.