Mientras nuestro cerebro sea un arcano, el Universo, reflejo de su estructura, será también un misterio
(Santiago Ramón y Cajal)


3 de agosto de 2016

Cuando nuestro cerebro no puede decir no

Es probable que alguna vez se haya comportado de manera impulsiva, quizá sin demasiada justificación. Acaso después del arrebato se ha arrepentido porque la impulsividad es una manifestación de la conducta que sucede cuando nuestro cerebro tiene que hacer un gran esfuerzo para decir NO... y no lo hace; es una incapacidad para evitar que se inicie una determinada acción. Un comportamiento impulsivo no prevé las consecuencias, hay una incapacidad de la inhibición de los actos, aunque estos sean arriesgados. En cualquier caso, habrá sido un comportamiento eventual.

En nuestra conducta hay una serie de inhibiciones sociales que la mantienen conforme a lo que, en países civilizados, se encuentra en el marco de la ley. Por muchas tonterías que uno pueda escuchar a lo largo del día (y lo cierto es que se escuchan) no podemos partirle la cabeza al que las dice, aunque que nos apetezca. Lo que está claro es que hay unas normas que no se discuten porque a todos, o a casi todos, nos parece que están mal. 
Y en este sentido podemos explicarnos algún comportamiento histórico. Pedro I de Castilla, llamado también El Cruel, mandó ejecutar y encarcelar a mucha gente, era muy impulsivo y tenía numerosos cambios de carácter. Sus restos se encuentran en la Capilla Real de la Catedral de Sevilla y en 1968 Gonzalo Moya hizo un estudio médico y radiológico de sus restos y vio que la mitad derecha del cráneo era más pequeña, consecuencia de una reducción del hemisferio cerebral derecho, lesionado probablemente por una parálisis cerebral infantil. Tenía una inteligencia normal, pero una atrofia del lóbulo frontal.
Los circuitos nerviosos que están relacionados con la impulsividad están regulados por la corteza prefrontal, por lo que si una persona tiene lesionados los lóbulos frontales también puede poseer alteraciones de comportamiento. Blumer y Benson describieron en 1975 el síndrome pseudopsicopático como resultado de lesiones de las regiones orbitofrontales. Se manifiesta con una actitud chistosa, comportamiento inmaduro, irritabilidad, impulsividad, desinhibición sexual, etc. Pero los impulsivos no se encuentran sometidos a las presiones sociales, no les importa lo que diga el entorno y, lo que acaso es peor, no les importa el posible castigo que sus actos puedan merecer.
Más recientemente Raine y sus colaboradores estudiaron los cerebros de condenados por asesinato utilizando las técnicas de tomografía de emisión de positrones y encontraron anomalías cerebrales: existía una disminución del metabolismo de la glucosa en la corteza prefrontal, la circunvolución parietal superior, la circunvolución angular izquierda, y el cuerpo calloso, mientras que las asimetrías de actividad anormal (hemisferio izquierdo inferior a la derecha) también se encontraron en la amígdala, el tálamo, y el lóbulo temporal medial. 
La primera pregunta que nos podemos plantear es si estas anomalías cerebrales son innatas o han sido el resultado de malos tratos paternos o de otros factores ambientales.

El hecho de que este cerebro anómalo se construya sin necesidad de ninguna influencia directa del mundo exterior no se aleja de los postulados científicos. Pero, independientemente del agente responsable de esa anormalidad cerebral, ¿esa persona es responsable de sus actos? Sabemos que distingue lo bueno de lo malo, lo que está bien hecho de lo que no se ajusta a lo correcto, pero ¿puede, como el resto de los mortales, inhibir la impulsividad transitoria, la falta de premeditación y planificación a la hora de realizar una acción criminal? Y es que hay crímenes que son el resultado de una conducta impulsiva.
Lo más grave de todo esto es que un paciente con una alteración orbitofrontal, que reconoce lo que es correcto y lo diferencia de lo que no lo es, es incapaz de utilizar lo que sabe para regular su comportamiento. El neurocientífico soviético Aleksandr R Luria, (1902-1977), fundador de la neuropsicología moderna, hizo un experimento muy sencillo que explicaba bastante bien lo que sucede a estas personas con patologías prefrontales. Así, a un individuo se sienta frente a un investigador que le pide que haga lo contrario de lo que hace: “cuando yo levante el dedo, usted levente el puño; cuando levante el puño, usted levante el dedo”. Los pacientes suelen hacer lo mismo que el investigador, no lo contrario, pero si se les pide que digan en voz alta lo que tiene que realizar, dirá lo correcto y a la vez seguirá haciendo el acto equivocado. Esto implica que distingue lo correcto de lo que no lo es, pero no puede regular este comportamiento. Así que, en una situación como ésta, ¿no existirá un atenuante legal de una actitud? ¿Acaso un eximente?


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